Era imposible, pero pude hacerlo
al cortarte las remeras de las alas
de las inmensas alas con que partias
cada invierno a remotos continentes.
Por eso, te quedaste conmigo,
y a pesar de colmarte de néctares preciados,
y narrarte increibles historias,
igual llorabas
por la bandada que navegaba sobre mares
de esmeraldas y estrellas de calidoscopio.
Pero al final pude entender que el hechizo
no era el ángel, sino el abrazo conmovido
de la vejez inoportuna,
y el temblor que hacen las manos
no era nada mas que el vuelo
de los pájaros que viajan debajo de la tierra.
Y el marasmo de la tarde que se espesa
con la niebla que deja la cicuta y el canto triste
de las ballenas recorriendo los últimos oceános.
Todas las bellas palabras que te decía entonces
se volvieron volantines
por tu anhelo de cielo.
Cuando de nuevo crecieron las alas
la partida fue eminente y nos despedimos
con un beso que fue apenas el intento
de un susurro.